viernes, 19 de septiembre de 2008

Pablo y Paula

Les conocí en el año 2005, en Matola (Mozambique).
Él había acabado una ingeniería, y ella estudiaba arquitectura.
Tenían una sonrisa dulce, eran muy, muy hippies, y se habían tomado muy en serio su labor con los niños en Mozambique.
A Paula no tuve ocasión de conocerla tanto, pues durante el día, el grupo de españoles nos repartíamos en diferentes proyectos y tan sólo nos veíamos por la noche, a la hora de la cena.
Pero Pablo trabajó conmigo todo un mes en un "campamento urbano" que organizamos en un colegio de Hijas de la Caridad. Allí los niños tan sólo tienen 4 horas de clase, porque hay tantos que normalmente se establecen diferentes turnos para que todos puedan tener su oportunidad.
Lo cierto es que en cuatro horas, las criaturas aprenden básicamente a leer y a escribir, a sumar y a restar, y todo lo que en España, por ejemplo, damos por hecho, para ellos son lujos impensables que ni saben que conocen.
Nuestra tarea era pasar otras 4 horas con ellos, un grupo por la mañana, otro por la tarde, y enseñarles juegos, manualidades (¿manualidades, qué es eso, por Dios?), y apoyo escolar.
Fue el mejor verano de mi vida, con diferencia.
Las religiosas nos habían escogido a los niños más desfavorecidos: aquellos que no tenían padres, que estaban todo el día en la calle, que eran maltratados, incluso prostituidos, que no comían más que lo que les ofrecían en el colegio...
Vivimos un mes con historias tan duras que, al llegar a España y ver a un niño con fiebre, no podías evitar echarte a llorar recordando las malarias que les hacían tirarse en el suelo hasta que podían caminar y volver a sus casas... Jugamos con tiña y con sarna, con sida y con prostitución tan de cerca que creí que no viviría para contarlo. Pero lo contamos, y los cuatro amigos que estuvimos allí, sufrimos una experiencia que nos cambió la vida para siempre.
Y entre ellos estaba Pablo. El único chico del grupo. Aquel del que las niñas de ojos profundamente negros y trencitas estaban enamoradas sin pudor ni disimulo.
Y no era para menos.
Pablo les gastaba bromas, les quería, porque al fin y al cabo íbamos a quererles un mes entero, entregados complemente a ellos. Jugó con ellos hasta la extenuación, y ellos se volcaron en él como cuando te vuelcas en el monitor de tus sueños del campamento. Sólo que sin saber bien qué es un campamento, un monitor, o una manualidad. Da igual, porque en eso, los niños de Matola son como los de cualquier sitio de España.
El otro día me dijeron, Pablo y Paula que se vuelven a Mozambique.
Que lo dejan todo.
Él, su empresa. Ella, su estudio de arquitectura.
Se van y no saben cuándo volverán.
Seguirán llevando sus pendientillos y sus pantalones de rayas, los dos.
Me los imagino caminando entre la arena roja de Mozambique, yendo de excursión a alguna playa del paraíso, entrando en las chocitas de nuestros niños, hablando con las monjitas de aquí y allá... Organizando mil cosas y llorando de alegría y de tristeza cada poco.
Y sí, me dan envidia.
Aunque les fría a mails y les obligue bajo pena de muerte a mandarme fotos de lo que han crecido nuestros niños, que ya no lo serán tanto... Me dan envidia.

1 comentario:

maria jesus dijo...

!Que verdad es que el habito no hace al monje! Ya nos seguirás contando cosas sobre ellos