miércoles, 14 de noviembre de 2012

No sin mis recuerdos (álbumes de fotos)


Hace meses que se me metió en la cabeza la necesidad de imprimir una selección de fotos de nuestra pequeña familia. Desde que María nació, (el domingo cumplió cuatro años), el aluvión de fotos que hemos ido sacando con la cámara y los móviles ha sido tremendo. Tenemos miles y miles de fotos digitales, muchas de ellas realmente bonitas y tiernas. Me encanta mirarlas, y de vez en cuando, si resulta que tenemos el ordenador de casa encendido, me escapo hacia una de esas carpetitas que tienen la fecha de noviembre del año 2008. Allí aparezco yo, dos días antes de dar a luz, con la cara de no poder más y de "no sé lo que se me viene encima". Después está ella en el hospital, tan pequeña y frágil que miraría esas fotos una y otra vez. Son cuatro años intensos, de muchos cambios, buenas y malas noticias, y mirar las fotos es una especie de catarsis personal que me gusta tener, de vez en cuando.
En mi casa nunca se le dio una importancia especial a las fotos. Quiero decir que mis padres no eran expertos fotógrafos ni nunca buscaron un resultado estético especial en ellas. Pero sí recuerdo un compendio de álbumes que desde siempre me gustó ver, no con frecuencia, pero ahí estaban, y mirarlas me reconciliaba con un pasado del que yo no tenía recuerdos, pero que podía conocer gracias a las fotos. Veía cómo mis padres me protegían, me cuidaban, me tenían entre algodones en lugares que desconocía: Valencia, playas, montañas, pueblecitos. Yo era una niña rubia con aspecto de no estar en este mundo. Por más que ahondaba en mi memoria, esos recuerdos no estaban. Era imposible, yo tenía meses, pocos años quizá. Pero las fotos lo atestiguaban y eso contribuía a formarme una imagen de mí misma y de mi vida.
Sin embargo ahora todas las fotos son digitales. Por pereza o por motivos económicos, dejamos las fotos almacenadas en los ordenadores, y me doy cuenta de que sólo las contemplamos cuando estamos "de paso". Osea, cuando hemos encendido el ordenador para hacer cualquier cosa y de repente nos damos cuenta de que están ahí. A eso se suma el "miedo" a que cualquier día le pase algo al ordenador y nos quedemos sin nuestro archivo fotográfico de la familia. No me gustaba, no quería eso, y en cambio, sí que quería que en un futuro pudiéramos dedicar una tarde de lluvia asturiana a contemplar un álbum de fotos de familia, reírnos, aprender, y sobre todo tener "presente" nuestro pasado, nuestra vida en común.
Así que me armé de valor un día, y tras varias amenazas a mi marido "que voy a hacer esto, que lo voy a hacer, mira que lo hago"... durante varios meses (algo muy típico en mí), me puse a la tarea. Tardé varias noches, pero al final un día grabé en un CD una selección de fotos, unas 300, de entre miles. Cuatro años de historia, con dos niñas y varias ciudades por medio. Al día siguiente tenía entre mis manos las fotos, y en dos ratitos ya las había puesto todas en un álbum un poco viejete, de los de toooda la vida, pero con mucha capacidad. Sí, habrá quien piense que menuda antigualla. Pero ya lo tengo. Forraré el álbum (quizá tarde varios meses en hacerlo también), le pondré algo original para que sea bonito y llamativo, y en casa tendremos nuestro álbum de familia para tardes lluviosas de recuerdos y reencuentros con nosotros mismos.

lunes, 5 de noviembre de 2012

... y mi segundo recuerdo...

(Venga a buscar fotos en internet y resulta que la más me gusta era una mía...)
... procede de este verano, en la playa. Paseaba con las peques en bici y un tan tán de tambores se me hizo familiar a lo lejos. Un grupo de africanos ponía música y ritmo a la tarde en esta lejana Asturias. Los pies se me van solos y recuerdo a los niños de Mozambique recién nacidos, sujetos a la espalda de sus madres con una kapulana, que siguen durmiendo mientras éstas expresan su alegría con unos pasos de baile, que golpean esa tierra única con los pies descalzos.
Los recuerdos van y vienen mientras con mi torpeza habitual procuro no caerme de la bici, sobre todo porque llevo detrás a mi pequeña María, emocionada con el paseo.
Cuando paso a su lado procuro sonreírles y le explico a María de dónde vienen esas personas, aparentemente tan distintas. Ella ya sabe que en un lugar muy lejano hay unos niños que también ocupan el corazón de su madre. Niños que no tienen juguetes, ni habitación bonita, como ellas.
Cuando pasamos el pequeño concierto, mis ojos se posan en una mujer en una silla de ruedas que está parada, frente a ellos, contemplándoles. Uno de sus pies se mueve al ritmo de los tambores.
La imagen, que seguramente sea sencilla y casi absurda, a mí se me queda grabada. La música no conoce fronteras, y hasta unas piernas dañadas no pueden evitar el deseo de bailar.