lunes, 31 de mayo de 2010

Y si sólo fuera el Sidecar...



Cuando dije que mi calle era un tanto peculiar, de verdad que no quería hacerme la interesante. Es que es así.
He vivido en varias casas en mi vida tamaño mediano. He tenido casi de todo, desde centros de acogida de mujeres maltratadas enfrente, hasta barriadas de gitanos. También he vivido varios años en un barrio como el de Argüelles, de Madrid, un barrio que me encanta porque en él se puede encontrar a todo tipo de personas, de todas las nacionalidades y edades, aunque quien opte a comprarse allí una casa ya puede prepararse para asaltar un banco.
Sin embargo, mi calle de ahora, de verdad que es peculiar.
Aún tengo que cogerle cariño, pero de momento puedo decir que con ella no me aburro.
Además del convento abandonado, que es de lo más bonito y jugoso que puedo tener para divertirme de puertas adentro, está también el vecindario, que puede ser de lo más variopinto. Tengo una familia de ingleses con niños de la edad de María con los que espero poder hablar en breve. Tengo otras familias afables y sonrientes que contribuyen a que me sienta a gusto. Pero luego tengo los que se pasean en un sidecar vestidos de años 20, con sus gafas de aviador y todo. Cuando les vi, supe que aquí nunca me aburriría.
Sin embargo, una de las cosas que más intrigada me tiene es la casita de monjas que tengo justo al lado. Hasta ahora sólo he podido deducir que acogen a mujeres inmigrantes. Estoy barajando la posibilidad de presentarme un día allí por si puedo ayudar. De ella veo monjitas muy mayores, vestidas de gris, entrar y salir, y son especialmente cariñosas con María. También veo salir a mujeres latinoamericanas, y otras que claramente proceden del Este de Europa. Pero lo más espectacular es ver a dos africanas vestidas para ir a misa los domingos. Aún no he visto a nadie cruzarse con ellas, así que no he podido ver la cara que pone la gente al ver semejantes vestimentas coloridas. Pamelas, blusas blancas brillantes, faldas hasta el suelo, tacones... Si cierro los ojos podría imaginármelas en un suburbio de Maputo. ¡Pero no en la calle Orbón! Aunque claro, si por aquí se pasean sidecares...

miércoles, 26 de mayo de 2010

Mi vida en Borbón

Dos días con sus noches en nuestra nueva casa y parece que me he trasladado a otro planeta desde la constelación de Santa Adela.
A diferencia de nosotros dos, nuestra hija se encuentra como Pedro por su casa y se recorre cada rincón, como si diera por hecho que hemos encontrado un hogar definitivo. Nuestra concha de caracol particular.
En el fondo es ella la única que se lo cree, porque nosotros dos entramos en el portal como pidiendo permiso al vecindario, nos quedamos quietos ante cada ruido esperando memorizarlo en el subconsciente para que no nos despierte en medio de la noche, y dudamos un buen rato cada vez que hay que colocar una taza en la cocina.
Es lo que tiene haberse venido a otro planeta.
Además de ser bonita, mi casa tiene unas vistas preciosas. Desde aquí puedo disfrutar de una calle tranquila, limpia y armónica, con algo de vida, y vida peculiar, por cierto, pero no demasiada.
Pero también tengo un jardín abandonado con el que poder soñar historias de miedo que amenizan cada paseo diario. Detrás del bloque que tengo al lado, hay un antiguo convento. Mi madre me dijo un día que antiguamente, las monjas que lo habitaban, se dedicaban a bordar los ajuares de "las niñas bien" de la ciudad y alrededores.
De hecho, creo recordar que siendo yo niña pasé una tarde de convivencias con mis compañeras del colegio en este convento.
Hoy es un edificio precioso pero totalmente abandonado, y rodeado por un inmenso jardín de naturaleza salvaje, de una belleza increíble a pesar de su estado.
Para ir al centro de la ciudad tengo que pasar por delante, y no puedo evitar mirar de refilón siempre alguna ventana. Algún día, quizá, me encuentre un rostro cadavérico vestido con una toca antigua, que se quede mirando fijamente cómo camino.
A lo mejor hay antiguas máquinas de coser que siguen funcionando sólas.
Quién sabe lo que puede pasar allí dentro. Y lo tengo ahí al lado...

sábado, 22 de mayo de 2010

Ojalá fuera un caracol


Cuando era pequeña me llamaban mucho la atención los caracoles. Aquello de llevar tu casa siempre encima, y de poder meterte dentro y que nadie te vea cuando no quieres, eso me parecía una gozada, y a medida que me hacía mayor y que mi sentido del ridículo se iba agudizando, más me atraía la posibilidad de convertirme en un caracol.
A veces incluso me daba por imaginar cómo sería la casa de un caracol por dentro. Yo creo que a esto ayudó algún cuento que leí de pequeña con ilustraciones sobre un caracol y su casita. El caracol tiene la ventaja de que puede irse tan lejos como quiera, que su casa siempre estará con él. Podría estar en la cima de una montaña, y dormir en su propia cama... algo que la gente viajera siempre echa de menos.
Podría estar en la India y meterse en su casita a cocinarse unos macarrones sin miedo a pillar una gastroenteritis de caballo.
Podría, en fin, hacer muchas cosas que yo creo que no hacen por lo lentos que son.
Lo de llevar la casa encima tiene sus ventajas. Como ni mi marido, ni mi hija ni yo somos caracoles, al venirnos a vivir a Asturias nos vinimos sin casa. Y esto ha supuesto tener todos nuestros enseres encerrados en una finca de mi familia durante cuatro meses, y estar de ocupas en casa de mis padres durante esos mismos meses, y vivir todo tipo de situaciones extrañas que sólo se pueden vivir cuando de repente se juntan cinco adultos con una niña pequeña en una casa ideada para dos personas.
Hace dos meses que compramos nuestra casa, sin embargo. Una obra interminable nos ha tenido condenados a estar sin ella, pero por fin, por fin, por fin, si el mundo no se acaba (y tengo mis dudas)mañana o pasado nos iremos a vivir a nuestro propio hogar.
Estamos, de hecho, en plena mudanza. Unos chicos estupendos de una asociación leonesa llamada "Nueva Vida" nos hicieron el trabajo. La mayor parte vienen del mundo de la droga. Cobran lo mínimo por trabajar como mulas y siempre con una sonrisa en la boca. Lo suyo es algo así como una terapia ocupacional y como ya les conozco a algunos de un tiempo a esta parte, creo que puedo decir que soy testigo de lo sano que es trabajar.
Dejaré para mañana o pasado los nuevos capítulos de "Mi vida en Orbón". No Borbón ni Bombón. Orbón es una calle que sé que dará mucho juego. Desde mi "ventana indiscreta" ya he podido comprobar que el blog se verá enriquecido con todo tipo de actuaciones estelares en la calle aparentemente más tranquila, pero de hecho una de las más interesantes de todo Gijón. ¿Que no? Al tiempo...

lunes, 17 de mayo de 2010

Como en "El traje nuevo del Emperador"



No es mi afán perjudicar a un menor, ni me gusta inmiscuirme en la tarea educativa de ningún padre. Como no soporto que lo hagan conmigo, procuro ser muy discreta con los demás. Pero el otro día vi en una revista una situación que me pareció inédita, y no puedo evitar comentarla.
Como todo el mundo sabe, la pareja formada por Brad Pitt y Angelina Jolie tiene en común varios hijos, creo que tres adoptados, y otros tres biológicos. De los biológicos, la mayor, llamada Shiloh, cumplirá en breve cuatro años. Yo sabía que era una niña, y por anteriores fotos que había visto de ella, era absolutamente un bombón. Aunque ninguno de los dos sea mi tipo, no podía ser de otro modo con semejantes padres.
El otro día, al verla en una revista, algo me chocó. Shiloh es una niña. ¿Por qué parece un chico? Llevaba el pelo cortado como un chico, y vestía clarísimamente como un chico. Al leer el pie de foto se me pusieron los pelos de punta. Decía que a la criatura (repito, aún no tiene los cuatro años), le gusta que le llamen "John", y vestir como sus hermanos (chicos). Los padres, se ve que prestos a que la niña no se le forme un trauma infantil confundiendo su sexualidad (la que la criatura -de tres años- siente que tiene), la visten de chico y le llaman por un nombre que no es el suyo.
A lo mejor un psicólogo opina que se trata de una medida acertada y alguien me tacha de... qué sé yo. Más de una vez me ha pasado de poner el grito en el cielo y que alguien venga a pararme los pies haciéndome sentir como una extraterrestre.
Pero qué queréis que os diga. A mí me parece increíble confundir así a una criatura que no tiene ni uso de razón. Me recuerda al cuento aquél "El traje nuevo del Emperador". A la pequeña (como al emperador) ¿nadie va a decirle las cosas tal cual son? Si ella por sí misma no tiene una iluminación y sigue en sus trece de querer ser como sus hermanos... ¿la convertirán en una chiquilla perdida, sin ser realmente ni un hombre, ni una mujer?

martes, 11 de mayo de 2010

historias del metro

La verdad es que no sé hasta qué punto influyen los estados de ánimo en las cosas que hacemos. No sé dónde acaba ese estado de ánimo y dónde empieza la voluntad. Sólo sé que sólo con voluntad no es posible que uno escriba con el corazón en la mano, pulsando las teclas como si fueran latidos casi frenéticos.
Sabina y otros muchos solían alimentarse de desamores y angustias. Y quizá yo misma en algún momento fui así también. Hace tiempo que se me acabó la poesía, que las prisas y la responsabilidad me arrebataron algunas ilusiones y algún punto adolescente que aún quería respirar ese aire de libertad que solía llenar mis pulmones.
Ya no sueño porque me ofende. Mi lucha es terminar a tiempo todo lo que tengo que hacer a diario. Incluso he estado resistiéndome a publicar que algo falla cuando no quiero escribir. Pero si no es ésto, no es nada. Y mejor que nada, siempre es esto.
En el fondo es un exhibicionismo pueril, pero no debo darme pena alguna porque todo lo que tengo, yo solita me lo he buscado. En fin. Quizá durante un tiempo escriba historias del metro, pero no historias de mí.