
Llevo toda la tarde con la misma sensación detrás de la oreja. (Como la mosca).
Nunca me hubiera atrevido a decirlo en alto, pero tenía a mi marido al lado, y no he podido reprimirme. Además, ¿por qué no iba a decírselo?
Asomada a la ventana del salón, salí a comprobar una vez más si la sensación seguía ahí, después de tantas horas.
Y sí, ahí seguía.
-Cariño, huele genial.
-Ajá.
-¿Por qué no te asomas?
-No, ya huelo desde aquí.
-¿Sabes a lo que huele? -le dije, aspirando una vez más, y comprobando que era totalmente cierto lo que le decía.
-No, ¿a qué?
-A libertad.
Me mira, sin pestañear:
-No te flipes.
(Esto último de "no te flipes" lo copiamos de una prima mía adolescente, y nos lo decimos mutuamente cuando vemos que puede encajar, porque, dicho con la entonación correcta, suena bastante humillante).
Vuelvo a aspirar. Huele tan bien que no puedo evitar hacerlo una y otra vez. El aire húmedo y perfumado me envuelve. Aunque no me encuentre en mi mejor momento emocional, el olor me invade y me llena de bienestar, me aporta tranquilidad.
-¿Sabes lo que estoy pensando?
Se sonríe y me contesta:
-Ni idea.
(Evidente, podría estar pensando cualquier cosa y ninguna normal).
-Que momentos como éste conforman la felicidad de una vida.
Vuelve a mirarme:
-Sí, yo mirando coches, tú oliendo... es genial.
Yo vuelvo a oler. Creo que lo que sucede es que va a llover, y la tierra, además, desprende un olor maravilloso. Es el olor a tierra más dulce que he olido jamás. Y siento que huele a libertad porque me hace salir de mí misma, reaccionar, darme cuenta (como cuando tengo un problema y me da por mirar al cielo), de lo enorme que es el mundo, y que está lleno de variedades, de caminos, de personas diferentes.
Así huele la libertad para mí. A inmensidad. Y por lo que parece, a tierra que se prepara para la lluvia.