Si me decidiera (y, de paso, si supiera), a hacer etiquetas para clasificar las entradas que escribo, debería poner una que se llamara algo así como "Encuentros". Ese tipo de cosas inesperadas que a todos nos ocurren y que, si estamos muy atentos, nos damos cuenta de que esconden grandes verdades y hasta puede que alguna que otra revelación para nuestra vida.
Esta mañana, en medio del día frío y tan desagradable que hemos tenido en Madrid, acudí a hacer una entrevista en el barrio de Arturo Soria.
Mientras esperaba a mi entrevistado, comencé a hablar con la persona que tenía al lado: un anciano con hábito de fraile carmelita descalzo. Su pulso temblaba, sus piernas estaban ennegrecidas (más tarde supe que amenazaban con cortárselas), y la Biblia entre sus manos. No tenía prisa, pero todo en él era eficacia. Comenzamos a hablar. Y descubrí a alguien muy especial, lleno de amor y de valentía, de recuerdos -como a mí me gusta-, y de ganas de transmitirlos -como a mí me gusta también-.
Al final me llevé un libro escrito por él mismo. Era un contador de historias nato. Nada más pedirle que me lo dedicara, ya estaba arrepintiéndome. Su letra temblorosa hizo unos garabatos llenos de primor que me pusieron roja del apuro. Él se disculpó. Cómo decirle que no había nada imperfecto en su temblor, y en cambio toda la perfección del mundo en la inmensidad de ese corazón entregado.
Fray Anastasio, como podría llamarse el hombre (aunque no es su nombre real), se había tirado 36 años en las montañas del Congo. Su estómago era una bomba de parásitos; su sangre había sido infectada por la malaria tantas veces que no llevaba la cuenta, y hasta encuentros en la tercera fase con hutus cargados con machetes a punto de rebanarle la nuez, eran algunas de las perlas que, aquel hombre de piernas impedidas, de temblor descontrolado, de humilde hábito marrón... tenía escondidas.
Yo no sé a qué suena la voz de los hombres que han cambiado la historia. No sé si engolan la voz para contar sus hazañas; si se ponen serios, sarcásticos, chulitos o solemnes. Fray Anastasio me contaba lo que podría ser una película, con una sencillez desnuda, con una fe que me dejaba clavada en la silla...
Así que así son los héroes...
Conocía a varios, pero estoy acostumbrada a verles en otras circunstancias. No atados a un andador para poder moverse, no algo descuidados porque no pueden hacerse cargo de su propia higiene personal... Es cierto, no es el primero que encuentro, y si me apuráis, conozco héroes en Madrid, y hasta heroínas de 7 hijos que casi no salen de la cocina de su casa.
Pero qué queréis... África es mucho África. Él y yo nos entendimos. A veces pienso que todo me lleva siempre al mismo sitio.
Esta mañana, en medio del día frío y tan desagradable que hemos tenido en Madrid, acudí a hacer una entrevista en el barrio de Arturo Soria.
Mientras esperaba a mi entrevistado, comencé a hablar con la persona que tenía al lado: un anciano con hábito de fraile carmelita descalzo. Su pulso temblaba, sus piernas estaban ennegrecidas (más tarde supe que amenazaban con cortárselas), y la Biblia entre sus manos. No tenía prisa, pero todo en él era eficacia. Comenzamos a hablar. Y descubrí a alguien muy especial, lleno de amor y de valentía, de recuerdos -como a mí me gusta-, y de ganas de transmitirlos -como a mí me gusta también-.
Al final me llevé un libro escrito por él mismo. Era un contador de historias nato. Nada más pedirle que me lo dedicara, ya estaba arrepintiéndome. Su letra temblorosa hizo unos garabatos llenos de primor que me pusieron roja del apuro. Él se disculpó. Cómo decirle que no había nada imperfecto en su temblor, y en cambio toda la perfección del mundo en la inmensidad de ese corazón entregado.
Fray Anastasio, como podría llamarse el hombre (aunque no es su nombre real), se había tirado 36 años en las montañas del Congo. Su estómago era una bomba de parásitos; su sangre había sido infectada por la malaria tantas veces que no llevaba la cuenta, y hasta encuentros en la tercera fase con hutus cargados con machetes a punto de rebanarle la nuez, eran algunas de las perlas que, aquel hombre de piernas impedidas, de temblor descontrolado, de humilde hábito marrón... tenía escondidas.
Yo no sé a qué suena la voz de los hombres que han cambiado la historia. No sé si engolan la voz para contar sus hazañas; si se ponen serios, sarcásticos, chulitos o solemnes. Fray Anastasio me contaba lo que podría ser una película, con una sencillez desnuda, con una fe que me dejaba clavada en la silla...
Así que así son los héroes...
Conocía a varios, pero estoy acostumbrada a verles en otras circunstancias. No atados a un andador para poder moverse, no algo descuidados porque no pueden hacerse cargo de su propia higiene personal... Es cierto, no es el primero que encuentro, y si me apuráis, conozco héroes en Madrid, y hasta heroínas de 7 hijos que casi no salen de la cocina de su casa.
Pero qué queréis... África es mucho África. Él y yo nos entendimos. A veces pienso que todo me lleva siempre al mismo sitio.
3 comentarios:
Hola, gracias por tu comentario. Entro en tu blog todos los días con la ilusión de encontrarme algo, y la verdad es que estoy ansiosa por conocer cosas de tu viaje a Africa. Hoy mequedo con las ganas de conocer el título del libro del fraile carmelita, a quien encomiendo para que termine bien y tenga alguna alegría en el día de hoy. Saludos,
Uff... Gracias.
Gracias Mila! el libro se llama "Florecillas de la misión", aunque el título suena un poco cursi, yo creo que está lleno de tesoros... En cuanto lo lea, os contaré qué tal está, vale?
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