Estos días están siendo un poco de locos.
De repente me surge un reportaje que me obliga a estar varios días fuera de la redacción, un nuevo párroco en mi barrio que se aferra a mí como a un clavo ardiendo (recuerden: fiestas de Juan y Juana, Otoño Libertario, Izquierda Unida de Hortaleza, mis vecinos antiglobalización y demás chucherías rodeándome durante dos años), una charla en un colegio de Talavera de la Reina y María mirándome con esos ojos oscuros y profundos, pidiéndome cada vez más y más...
Aunque la realidad me está espabilando a marchas forzadas, reconozco que no soy un crack en lo que a organización se refiere. La frase "hacer en cada momento lo que debo" me martillea, o me palpita, o me invade a cada segundo, pero mi memoria es como un queso Gruyere y a veces siento que me muevo a impulsos, empezando una cosa, dejándola a la mitad y empezando otra nueva. Y así hasta que todo está a la mitad y yo en estado de shock.
Mientras tanto mi vida sigue pendiente de un hilo, novedades y novedades acerca de nuestro futuro revolotean a nuestro alrededor sin concretarse en nada y la sensación de que siempre puedo hacer más.
Entre todo este caos, como siempre, regalos eternos.
Como siempre, la verdad, sencilla.
Como aquel empleado de banca, jubilado que, sin más rodeos, me contó su conversión.
Corrían los años 60, y en su oficina había un empleado al que le caían "todos los marrones". Era tan bueno que parecía tonto, y todo el mundo le tomaba el pelo sin cortarse. Un día, le dió hasta pena, y le soltó: "¿Pero no te das cuenta de que la gente se ríe de ti?". Éste, tranquilamente, le dijo: "¿Ves esta máquina de escribir? Pues éste es el altar desde el que ofrezco al Señor todos mis sufrimientos".
Evidentemente, no se convirtió "al instante", pero ésta fue la frase que le hizo "click". A partir de ahí, todo es historia.
Frente a las prisas de estos días, tengo la inmensa fortuna de contar con estas píldoras de energía...